Almejas a la marinera

Almejas a la marinera



Necesitamos

1,5 kilos de almejas
Un chorro de aceite
2-3 dientes de ajo
1 cebolla
3 cucharadas de perejil picado
1 vaso de vino blanco
1 cucharada de harina
Sal


Preparamos

Comenzamos poniendo las almejas en una cazuela con una punta de sal y agua que las cubra durante unos diez minutos. Las removemos con frecuencia hasta que vayan soltando toda la arena. Después las pasamos por agua fría para eliminar los restos de sal que puedan quedar.

Colocamos ahora en una cazuela el aceite y la cebolla bien picadita, debe quedar bien pochadita. Fuego suave. Añadimos los ajos picados y que se vayan haciendo.

En un vaso ponemos el vino y la cucharada de harina, movemos bien y añadimos a la cazuela junto con el perejil picadito. Movemos para que todo ligue y se cocine bien. Comprobamos el punto de sal de la salsa.

Terminamos añadiendo las almejas ya limpias. Cuando comiencen a abrirse el plato está terminado.

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Cuentan que a Zacarías y a un amigo le regalaron una centolla que con mucha ilusión prepararon. Mucho tiempo estuvieron, pues, quitándole la carne de las patas y del cuerpo, luego colocaron todo sobre la cáscara del del centollo, encima de una vinagreta.

Se sentaron, colocaron la centolla sobre la mesa y, cada uno con su cucharilla, comenzaron a dar cuenta del manjar, mano a mano. Justo cuando habían comido la primera cucharilla entro el alguacil del pueblo, que también era un reconocido entendido, les saludó y tanto Zacarías como su amigo no pudieron por menos que invitarle. Se sentó junto a ellos y les dijo:

– Esto no se come así

– ¿Cómo se come pues?

El le contestó sin palabras, cogió una cuchara sopera, de las grandes, la introdujo en el interior de la cáscara de la centolla, la saco llenita, y se la tragó de un golpe y sin paladear.

Al acto se levanta Zacarías de un brinco, sale a la calle y en la puerta de la casa del cura, pues era la casa vecina, grita con todos sus pulmones: ¡ Fuego, fuego !. Al oir los gritos sale el alguacil a ver que anormalidad ocurría en la casa del cura.

Mientras tanto,  Zacarías y su amigo, con mucha calma y felicidad, terminaron de comerse la hermosa pieza, mojándolo con buen vino.

Cuando llego el alguacil no había ni rastro en la centolla. A los dos amigos les dio pena el pobre hombre por lo triste que estaba y le convidaron a una lata de anchoas. Todos contentos.

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